sábado, 19 de abril de 2008

Buscando a Ricardo

Fueron quince minutos de confusión frente a la enorme y pesada puerta blanca. La miraba atentamente pero no entendía mis emociones, todo sucedía muy rápido, de pronto, un impulso primitivo, casi animal, me empujó a romper la puerta a patadas. Entre al departamento, fui libre.
Creo que nunca he sido bueno para reconocer mis emociones (y estar aqui dentros me generaba miles); se me hace difícil diferenciar entre el miedo y dolor, la alegría y la melancolía, incluso entre la tristeza y la felicidad. Creo que se debe a que mi sensibilidad es inaudita y me quedo en eso. No logro procesar un conjunto de sentimiento y generar una emoción. No puedo. No sé si al entrar al departamento sentí miedo, pero si recuerdo que sentí mucho frío.
Además de frío, recuerdo el insoportable olor. El miedo, la alegría o lo que diablos estaba sintiendo, fue opacado por el espantoso olor del lugar. La sala era un contenedor de olores viejos; una capsula que impedía el ingreso del mundo exterior. En esa quietud se revolvían diversas pestilencias: de la ropa tirada en el piso nacían olores corporales insoportables; de la cama brotaba olor a sudor; de las alfombras, moho; de los restos de comida, un fermento irrespirable; del baño, hálito a heces. Cada pieza del departamento había logrado contener su propia fetidez. El departamento en su totalidad era vomitivo. Caminaba huyendo de un olor y reconociendo uno nuevo.
Una vez superado el trance de los olores, comencé a visualizar ciertos detalles. El departamento de Ricardo era un muladar, como su alma. Llegué a ver un poster de Syd Barret sobre la cabecera de la cama, supuestamente había dejado de escucharlo. Sobre la mesa de noche estaban apilados los malditos libros que tanto daño le hicieron. Abrí una ventana para que entre un poco de luz; iluminado, el cuarto se veía distinto, mucho más pequeño y deprimente. Sobre la cama pude ver un pequeño frasco con píldoras y, al lado, una carta. El contenido de la misiva era conocido, muy usado para estos casos, explicaba motivos, pedía disculpas… era errática y estaba inconclusa. Así era Ricardo.
Hace unos meses me enteré que había perdido la cordura. Dicen que fue luego de leer los libros, esos que hablaban de la ceguera blanca, de la muerte paralizada, de túneles, paranoias y esquizofrenias. Algunos dicen que fue producto del encierro y la falta de contacto con otras personas. Los vecinos comentaban que estaba en tratamiento psiquiátrico, pero que lo dejó; dicen que la depresión lo empujó a la locura. En realidad, ya nadie sabe porque se volvió loco. Tampoco interesa averiguarlo, según la carta, está muerto.
Salí del departamento. El episodio me mantuvo en vilo toda la noche, estaba excitado, no podía dormir. Decidí ir a ver a Valeria, una amiga de la universidad. No la veía hace mucho, pero tenía que contarle todo. Camino a su casa recordaba los buenos tiempos que pasamos Ricardo, ella y yo en la universidad: fiestas interminables, tardes de playa, un poco de estudio, bastante de alcohol, mil anécdotas, sueños de independencia. Siempre los tres juntos, siempre. Ya habían pasado cinco años desde que salimos de la universidad y dejamos de vernos. Cada uno tomo su propio rumbo. A Ricardo, al parecer, le fue peor. Comencé a sentirme culpable, si nos hubiéramos mantenido juntos o al menos comunicados lo hubiéramos ayudado; donde habíamos estado Valeria y yo todos estos años. Debe haberse sentido abandonado, que terrible.
De pronto ya estaba frente a la frágil puerta roja de la casa de Valeria, me despabilé de la culpa. Llamé a su celular, no quería despertar a toda la familia. Igual no contestó, así que toque el timbre.

- ¡Valeria!, ¿como estas?
- Eh… Hola – respondió confundida, por la hora y por mi presencia.
- ¿Como estás?... oye ya se que pasó con Ricardo – no pude evitar ir directo al grano.
- Eh… bueno pasa – respondió abrumada, por la hora, mi presencia y la noticia.
- Parece que ha muerto – era la primera vez que lo decía en voz alta y recién tomé consciencia de la situación.

Pasaron algunos segundos en que Valeria me miró a los ojos, sin saber que decirme, hasta que se recompuso.

- Si, me contaron. Que pena – trato de ser lo más amable conmigo
- ¿Como te enteraste?
- Pasa, pasa, primero tomate algo que te veo agitado
- Pero cuéntame – respondía algo alterado.
- Esta bien pero siéntate

Estaba confundido se suponía que solo yo sabía lo que le había pasado. Además, ¿porque no le sorprendía verme?, hace 4 años que no nos vemos.

- Ayer vino su mamá a contarme. Estaba muy triste
- ¿Y porque no me buscaron? – respondí un poco molesto esta vez
- Era tarde, pues, hoy te iba a llamar, pero el trabajo… tu sabes
- Pero, aún así…
- Lo sé, discúlpame
- ¿Entonces su mamá ya sabe?
- Si desde hace una semana.
- Que horrible
- Lo sé, aún no lo puedo creer.
- Que horrible, tengo que buscar a su mamá
- Pero…

Valeria no terminó la frase, le dí un beso y me marché apurado. Quería hablar con la mamá de Ricardo, quería que ella me contara que le había pasado en los cuatro años que no nos vimos. La culpa volvió.
Caminaba en dirección a la antigua casa de Ricardo. En el camino mis recuerdos se centraban en Ricardo y su familia. A diferencia de Valeria, a Ricardo lo conocía, prácticamente, desde que nací. Fuimos al mismo colegio y a la misma universidad, habíamos recibido la misma educación, pero éramos distintos. El era callado, tenía pocos amigos, era muy ordenado y estudioso, leía mucho, y – esto es algo que solo yo sé – era depresivo, tenía todos los síntomas, lo aprendimos en la facultad, se lo decía pero el no quería aceptarlo. El sabía la teoría, pero no podía aceptarlo; su caso, definitivamente, era de depresión aguda. Recuerdo que eran una familia acomodada, el era hijo único y yo me convertí en el hermano que nunca tuvo, en el hijo que nunca tuvieron; creo que les llevaba un poco de la alegría que en algún momento perdieron. Su familia me amaba.
Estaba frente a la viejísima puerta azul de Ricardo, la que tantas veces toque, dejé atrás la nostalgia y toque la puerta con insistencia.

- Señora, ¿como está? – pregunté nervioso
- Hola, me llamó Valeria hace un rato, me dijo que probablemente vendrías – me respondió contenida.

Ella me miró a los ojos y después de unos segundos se descompuso y solo atinó a llorar. Me abrazó. No supe que hacer, la abracé y comenzamos a llorar. Era la primera vez que lloraba desde el entierro de mi padre. Por primera vez, en años, brotaban mis sentimientos mejor guardados. Le tenía mucho afecto a Ricardo y recién ahora sentía la pérdida de mi amigo. La señora me miró pero no dijo nada, me tocó la mejilla con gesto maternal, me dijo que le gusto verme y que volviera otro día con Valeria para comer juntos, los tres. Me dijo que nos extrañaba. Nos despedimos.
No quería volver a casa, la noche había sido intensa, era tarde para volver donde Valeria así que decidí ir al departamento de Ricardo. No se con que motivo, ni con que fin.
Mientras caminaba comenzó a llover, no recuerdo haber sentido frío; esta vez, estaba concentrado en la pena de haber perdido a mi amigo; en los últimos 4 años de mi vida, en que me alejé de mis amigos, en que perdí el rumbo. Si hubiera estado ahí para Ricardo quizá todo hubiera sido distinto. Volvía la culpa con más fuerza. Lloraba mucho, o al menos eso creo, no podía diferenciar mis lágrimas de la lluvia que caía constantemente sobre mi cara. Sin darme cuenta ya estaba frente al departamento. Me paré frente al edificio y lo miré devastado, su dueño ya no existe. Era horrible. Subí las escaleras, mojado, lloroso. Devastado.
Nada me preparó para lo que vería al llegar al departamento. La puerta, que hace un par de horas había roto a patadas, estaba intacta. Verifique la numeración pero no me había equivocado, era la misma enorme y pesada puerta blanca. No comprendía. Toque la puerta sin pensar, era ilógico, ¿quien me abriría? Poco a poco todo se aclaró en mi mente, dejé de llorar y sonreí. Claro, en realidad nunca había roto la puerta, era mi imaginación, seguramente la puerta estaba abierta y así entré. Era clásico en mí, siempre tiendo a exagerar los recuerdos. Bajé a buscar al portero para que me ayudara a abrir la puerta, a lo mejor todavía se acuerda de mí.
Bajé y esta vez los recuerdos se centraban en mí. En que por 4 años había estado tan deprimido como Ricardo, en que ya era hora de salir, de recuperarme. Me merecía ser feliz. Llegué a la puerta de vidrio de la recepción.

- Hola, por favor quisiera que me abriera la puerta del 205, no se si me recuerda, estuve aquí hace un par de horas.
- Como no, Señor Ricardo – respondió el portero.

(Minutos después, entre a mi departamento: fui libre)

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