En el colegio odiaba las letras. Sobre todo porque había que memorizarlas. Los números eran diferentes, aprendías ciertas reglas y el universo estaba resuelto, era exacto; por eso nunca leía. Mucho después de esta arbitrariedad, durante la universidad, terminé de leer mi primera novela, El túnel de Ernesto Sabato. Este primer encuentro con la ficción fue un feliz acto de subversión, en un mundo donde todo lo regían un puñado de formulas y la rentabilidad proyectada. Un libro imposible para mi realidad cuantificable. Me encontré leyendo a escondidas, de noche, solo. En esa soledad intercalé a Sabato, a Saramago, a Salinger, con problemas de termodinámica y resistencia de materiales. Recuerdo una noche, frente a un papel en blanco, cuando escribí una sugestiva frase de Saramago, luego una reflexiva frase de Sabato. Luego comencé a robar todas las ideas de mis maestros subversivos. Al día siguiente jalé termodinámica.
¿Por qué escribo? Porque no me quiero morir. Sé que pasará, pero no me gusta la idea. Si no lo puedo evitar debo hacer algo al respecto: planta un árbol, cría un hijo y escribe un libro, me dijeron. Me faltan el hijo y el libro. Eso me recuerda que debo regar el árbol, si no estoy muerto. Pienso que escribir es la única manera de dejar una idea detrás de mi, es lo único que evitará que me olviden, incluso los que no me conocieron. El resto, el hijo y el árbol, solo serán pruebas de que existí. Lo malo que estas pruebas también morirán.
Empiezo a escribir y eso me genera sentimientos encontrados: es un placer y una fuente inagotable de inseguridad. Es un placer, en el sentido de que me ayuda a descargar mi mente, a estructurar mi pensamiento. Pero es una fuente inagotable de inseguridad, porque no puedo evitar pensamientos obsesivos sobre qué habrán entendido y qué pensarán al respecto. Ese es el túnel de la escritura al que poco a poco me acerco. Un placer obsesivo.
Ego dixit
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